Beatificado Dom Jacinto Vera, primeiro bispo do Uruguai
Pope
Na tarde deste sábado, 6 de maio, na Tribuna Olímpica do Estádio Centenário, em Montevideo, foi beatificado o bispo Jacinto Vera. Pai dos pobres, Dom Jacinto Vera, o primeiro bispo do Uruguai, foi a pessoa mais próxima e amada pelo povo dessa nação sul-americana, tanto nas cidades quanto no campo, na segunda metade do século XIX. A Celebração Eucarística foi presidida pelo cardeal Paulo Cezar Costa, arcebispo de Brasília, nomeado pelo Papa Francisco como delegado pontifício.
Eis a homilia de Dom Paulo em espanhol:
¡Eminentísimo Cardenal Daniel Sturla, Arzobispo de Montevideo!
¡Excelentísimo Gianfranco Gallone, Nuncio Apostólico en Uruguay!
¡Hermanos en el episcopado y querido pueblo de Dios!
Hoy, con el rito de beatificación, afirmamos que Monseñor Jacinto Vera está en la casa del Padre, que desde allá nos mira, intercede por nosotros y nos inspira en nuestro caminar como Iglesia. En el nuevo beato, Monseñor Jacinto Vera, contemplamos la belleza de una vida santa. Es la belleza de la pascua de Cristo y de la Iglesia que se manifiestan con toda su fuerza salvífica. A quien tiene hambre, no se le ofrece una ideología, sino la presencia del amor de Cristo; a quien tiene sed de Dios, se le ofrece la Palabra y los sacramentos, a quien tiene sed de paz, se le ofrece aquel que es el príncipe de la Paz: Jesucristo. El beato nos irradia esta belleza y nos muestra que las realidades de esta vida no son lo último, sino lo penúltimo. Lo último de la vida humana es la casa del Padre, es Dios mismo. Jesús nos indicó en el Evangelio: “En la casa di mi Padre hay muchas moradas” (Jo 14, 2). Jesús quiere que donde Él está, estén también sus amigos. Él está en la casa del Padre, los discípulos de Jesús deben estar con Él. El Beato nos testimonia la belleza de seguir a Jesús. Belleza que unifica nuestra vida, que nos permite tener una visión de la totalidad del proyecto y del designio de Dios. Que nos indica un camino de unidad en tiempos de fragmentación.
Tomás, en el Evangelio de hoy, hace el papel del hombre que perdió la referencia de Dios: Señor, nosotros no sabemos para donde vas. ¿Cómo podemos conocer el camino? Tal vez sea esta la experiencia del hombre moderno que perdió la referencia de Dios, que ya vive de las consecuencias de la fe, pero no vive la fe. Benedicto XVI, ya alertaba para la cuestión de la fe que no puede ser dada como presupuesto en la sociedad de hoy. “Sucede no pocas veces que los cristianos sientan mayor preocupación con las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, considerando esta como un presupuesto obvio de su vida diaria. Por tanto, tal presupuesto no solo dejó de existir, sino que frecuentemente acaba hasta siendo negado”. La secularización ya es una realidad en la vida de nuestros países de América Latina. Donde las personas van perdiendo el sentido de Dios, de su Evangelio. La secularización no debe asustarnos, sino que debe ser una ocasión para el testimonio y el anuncio de la Fe. El testimonio interpela, pues en él la belleza de la vida de fe va a nuestro lado. Por eso, San Pablo VI, ya afirmaba que “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan […], o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio” (EN, 41). Estamos celebrando un testigo de Jesucristo: Esto fue la vida de monseñor Jacinto Vera. ¿Quién no recuerda su caridad? ¿Quién no recuerda su fuerza para enfrentar las adversidades y proponer un camino para la Iglesia? ¿Quién no recuerda su lucha por la libertad de la Iglesia? ¿Quién no recuerda su celo para que el Evangelio llegase a todos los rincones de este país? ¿Quién no recuerda su misión pacificadora? La beatificación es la fiesta del testimonio.
Pero la secularización es campo para la Evangelización. Es necesario entrar en la lógica de los que están sin Dios, a través de nuevos métodos, caminos, principalmente a través de la cultura. Proponer la buena noticia de Jesucristo. Este es el gran desafío. Uruguay es un país rico de memoria. La fe dejó tantos monumentos, historia, cultura, arte. Dejó testigos vivos. Los lugares de la memoria están entre nosotros. Estamos celebrando la memoria del beato Monseñor Jacinto Vera. Ellos hablan de la fe de nuestros antepasados, nos gritan hoy el anuncio y el testimonio de la fe. San Juan Pablo II, cuando estuvo aquí dijo: “Vemos como la cultura de vuestro pueblo hunde sus raíces en el Evangelio de Cristo, que ilumina la elevada dignidad del hombre en este mundo y su vocación a la eternidad...”[1]. Esta matriz cultural católica dio bases firmes a la cultura nacional.
Jesús respondió a Tomás: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, nadie viene al Padre sino por mí”. Aquí, amados y amadas de Dios está el corazón del Evangelio. Jesús se revela como “Yo soy”. Esta expresión sin atributo, identifica directamente a Jesús con la revelación del Horeb (8, 24.28. 58; 13,19). En estos textos, con la fórmula “Ego eimi”, Jesús se atribuye el nombre divino revelado a Moisés (Ex 23, 14), Jesús da a conocer su ser y actuar divino; Él se presenta así como el Revelador definitivo del Nuevo Testamento. Él tiene, en efecto, consciencia de que su presencia entre los hombres significa una intervención actual de Iahweh de una importancia decisiva para los destinos de la humanidad. El propio Jesús es la realidad que viene y va a vivificar a los seres humanos. En su persona están todas las promesas divinas, las esperanzas mesiánicas. “Yo soy” significa que “Yo soy y actúo de la misma manera que Dios es y actúa”. Él es el Camino que nos conduce al Padre. Él nos indica el camino, Él es el camino. Quien lo sigue tiene el camino de Dios, no se pierde delante de los diversos caminos de la historia. Pues, como dice la Gaudium et Spes 22: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado [...]. Cristo, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”. En Él, el ser humano encuentra su camino, el ser humano sabe lo que es el ser humano y cómo vivir como ser humano. A un ser humano que corre el riesgo de perder el sentido de lo que es ser hombre, pues va perdiendo su origen y su destino, la Iglesia le presenta a Cristo, Él es el sentido del hombre. Solamente, en Él encontramos nuestra verdadera vocación. De aquí emerge una Iglesia que tiene los ojos fijos en Cristo. Que no se pierde delante de los caminos de la historia, pues es contempladora del rostro de Cristo, está fija en Él.
Él es la verdad de Dios para nosotros. La Verdad para el hombre y la mujer de fe no es una filosofía, una idea, una ideología, sino el propio Jesucristo. San Agustín, que buscó la verdad con insistencia, muestra cómo la verdad realiza la existencia. Dice Él: “la vida feliz es la alegría nacida de la verdad; pues es alegría nacida de ti, que eres la Verdad, Dios, mi luz, la salvación de mi rostro, oh Dios” (Conf. 10,33). Jesús es la verdad que realiza la vida, la existencia. Que abre la existencia para la comunicación de la verdad, para la misión.
Fue delante del sagrario que Monseñor Jacinto Vera descubre que la única manera de pacificar el país dividido por las discordias y luchas políticas era la misión. No busca la pacificación a través de la política, de otros medios, sino a partir de la verdad de la fe. La fe pacífica. Ella, anunciada por la boca y por los gestos del beato ayudó a pacificar el país.
Jesús es vida. Este concepto abraza la salvación, contiene en sí todo lo que el Redentor trae a los hombres. Jesús es la vida que no pasa, por eso Él es vida y abre la vida humana para una dimensión de eternidad. Él por ser la vida, ancla nuestra pobre vida en el absoluto de Dios, en la vida definitiva de Dios. el Documento de Aparecida nos recuerda que “la importancia única e insubstituible de Cristo para nosotros, para la humanidad consiste en que Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida. “Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se torna en un enigma indescifrable; no hay camino y no habiendo camino, no hay vida ni verdad” (DA, 22).
A Felipe que pide a Jesús que les muestre el Padre, Jesús le responde “quien me ve, ve al Padre” y lo exhorta a la fe. Felipe debe creer que Jesús está en el Padre y que el Padre está en Él, pero la exhortación a la fe es para todos nosotros: “quien cree en mí hará las obras que hago y hará hasta mayores que ellas...”. Jesús va al Padre, pero continúa a operar a través de los discípulos. Los frutos de su redención continúan realizándose a través de los discípulos. La primera comunidad cristiana experimentó la fuerza de la fe, como oímos en la primera lectura (At 6, 1-7), pero experimenta, también, los problemas pues los helenistas murmuran contra los hebreos porque sus viudas estaban descuidadas en la distribución de los alimentos. Allá donde la fe se torna operativa, a través de la caridad, da asistencia a los necesitados de los dos grupos que experimentan el desacuerdo. La solución encontrada muestra cómo la Iglesia debe estar atenta a los problemas concretos. Ellos no son indiferentes para la Iglesia; ellos exigen, siempre y nosotros, a la escucha del Espíritu. Escogen siete hombres llenos de fe y del Espíritu Santo. Es la institución de los diáconos. El texto termina afirmando que la Palabra de Dios se propagaba y la Iglesia crecía. La misión conduce al crecimiento de la Iglesia. La misión nace de la fe, de nuestro amor a Jesucristo.
Nosotros estamos aquí como hombres y mujeres de fe. Es la fe que movió la vida de Monseñor Jacinto Vera y mueve, hoy, nuestra vida. La fe ancla nuestra existencia en el absoluto de Dios. La fe abre nuestra vida para una caridad operativa, para el anuncio y el testimonio de Jesucristo. Ella nos hace realizar obras mayores, porque nos injerta en lo absoluto de Dios, donde el propio Hijo de Dios opera a través de nosotros.
La Fe nos injerta en la gran familia de los hijos e hijas de Dios, la Iglesia. San Pedro nos mostró que nosotros somos las piedras vivas, el edificio espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo. Esta es nuestra identidad. Monseñor Jacinta tenía conciencia que todos nosotros somos la Iglesia y que tenemos que ser testigos de Jesucristo en todas las circunstancias, por eso Él afirmaba: “somos miembros de la Iglesia militante de esa Iglesia que fundada con la sangre de su divino Salvador ha sido y siempre lo será hasta la consumación de los tiempos”.
Esa misma conciencia debe estar presente en todos los miembros de la Iglesia hoy. Nosotros somos la Iglesia, llamados a caminar juntos para la evangelización y para la misión como nos pide el Papa Francisco. El Documento de Aparecida tiene consciencia de que todo aquel que sigue a Jesucristo es discípulo misionero de Jesucristo. En este sentido, Aparecida apuesta por una Iglesia madura, una Iglesia de discípulos misioneros. El discipulado nace del encuentro con Cristo. Es a partir del encuentro personal con Cristo, que el ser humano se prepara para seguir a Jesucristo: dice: No se empieza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino a través del encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con eso, una orientación decisiva (DA, 243). Quien es discípulo de Jesucristo, anuncia a Jesucristo, es testigo de Jesucristo. El amor por Jesucristo movió a monseñor Jacinto Vera a recorrer en nueve meses, junto a los sacerdotes José Letamendi e Inocencio las regiones de Durazno, Florida, Trinidad San José, Rosario, Colonia, Carmelo, Nueva Palmira, San Salvador, Soriano, Mercedes. Gran misionero que nos inspira hoy, en el camino de la Evangelización y de la Misión.
Hoy, en la consciencia de la Iglesia, la misión involucra a todos. El Papa Francisco ha enfatizado que cada miembro del Pueblo de Dios, en virtud del bautismo, se torna discípulo misionero (cf. Mt 28,19). “Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones” (EG, 120). Cada cristiano es misionero en la medida en que se encuentra con el amor de Dios en Jesucristo.
La Iglesia se va tornando evangelizadora, misionera cuando cada católico asume su misión de discípulo misionero de Jesucristo en su ambiente de trabajo, de estudio, de entretenimiento, etc. Es el testimonio bonito de Jesucristo que todos nosotros estamos llamados a dar. La autenticidad de la fe se manifiesta en el testimonio de Jesucristo, en la misión y en la caridad. Que este grande beato Monseñor Jacinto Vera nos ayude hoy, en el testimonio de la fe y en la misión. Que cada uno de nosotros renueve nuestra misión de discípulos – misioneros, Amén.
[1] Discurso de Juan Pablo II a las autoridades académicas, 1988.
Breve biografia
Dom Jacinto Vera nasceu em 3 de julho de 1813 em um navio, no Oceano Atlântico, na costa do Brasil, quando sua família estava indo para o Uruguai saída das Ilhas Canárias. Quando jovem trabalhou no campo com sua família, em Maldonado e Toledo. Descobriu sua vocação aos 19 anos. Incorporado ao exército, foi dispensado pelo general Oribe para que pudesse continuar seus estudos sacerdotais. Na ausência de formação no Uruguai, mudou-se para Buenos Aires para estudar. Ali celebrou sua primeira Missa, em 6 de junho de 1841.
Foi tenente e sacerdote e depois pároco da Villa de Guadalupe de Canelones por 17 anos. Foi nomeado vigário apostólico do Uruguai em 4 de outubro de 1859; consagrado bispo na Igreja Matriz de Montevidéu em 16 de julho de 1865. Participou do Concílio Vaticano I em 1870. Primeiro bispo de Montevidéu desde 13 de julho de 1878.
Faleceu durante uma missão que cumpria em Pan de Azúcar, em 6 de maio de 1881. Em seu sepultamento, o jovem Juan Zorrilla de San Martín resumiu o sentimento de muitos: “... as lágrimas neste momento inundam minha alma e o alma do povo uruguaio, enlutada e consternada... Pai! Professor! Amigo! … Senhores, irmãos, povo uruguaio: o santo morreu”.
Uma assinatura popular foi feita para erguer o monumento fúnebre onde repousam seus restos mortais na catedral de Montevidéu. Em pouco tempo o dinheiro necessário foi arrecadado e o monumento foi inaugurado em 10 de dezembro de 1883, primeiro aniversário de sua morte. O slogan era que todos colocassem a mesma coisa: um centavo; para que pobres e ricos pudessem participar da mesma forma.
O milagre
O milagre reconhecido pelo Papa Francisco, o que levou à beatificação do bispo Jacinto Vera, foi a cura rápida, duradoura e completa de uma menina de quatorze anos, ocorrida em 8 de outubro de 1936. O nome da menina era María del Carmen Artagaveytia Usher, filha Dr. Mario Artagaveytia, renomado cirurgião, e Renée Usher. Após uma operação de apendicite, sofreu uma infecção que se agravou até chegar a uma situação desesperadora. Os melhores médicos da época a trataram, numa época em que ainda não existia a penicilina. A menina estava com muita dor.
Um tio, Rafael Algorta Camusso, levou-lhe um santinho com uma relíquia do servo de Deus Jacinto Vera e pediu à menina que o aplicasse na ferida e que tanto ela como a família rezassem com confiança pela intercessão do servo de Deus. Deus. Naquela mesma noite as dores e a febre cessou e na manhã seguinte a menina sentiu-se completamente bem. A cura foi rápida e completa, cientificamente inexplicável, constatada por seu pai e pelo médico que a atendeu, Dr. García Lagos. María del Carmen Artagaveytia viveu até os 89 anos, falecendo em 2010.
Em 2017, foi retomado o estudo deste caso, que havia sido apresentado logo após a recuperação. Um relatório médico abrangente foi produzido, que foi revisado por um conselho médico no Vaticano. Diante do tribunal formado para estudar o suposto milagre, seus filhos declararam que sempre souberam do fato, pelo depoimento de sua mãe. Eles forneceram vários elementos e memórias, entre outros, que sua mãe tinha a imagem impressa com a relíquia do bispo Jacinto Vera que ela havia colocado em sua ferida em sua mesa de cabeceira durante toda a vida.
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