Fern¨¢ndez: La gloria del obispo es servir a Cristo, no su propia fama
Antonella Palermo - Ciudad del Vaticano
Salir de la lógica del poder y de la apariencia. Amar a Cristo y a la Iglesia, aunque ésta parezca una anciana llena de arrugas. Servir, buscar el bien de los demás, cuidar y hacer crecer la Iglesia de Dios. Esto es lo que hace falta para ser buenos pastores, más allá de toda gloria mundana. Así lo ha reafirmado el cardenal Víctor Manuel Fernández, Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en la homilía de la Misa presidida en la basílica vaticana en la tarde del 28 de septiembre, con motivo de la ordenación episcopal de monseñor John Joseph Kennedy, arzobispo titular electo de Ossero, Secretario de la Sección Disciplinar, y de monseñor Philippe Curbelié, arzobispo titular electo de Utica, Subsecretario.
Las fragilidades de la Iglesia no hacen inútil el servicio
También la Iglesia experimenta fragilidades y limitaciones «como nunca antes», admite el cardenal, que no oculta aspectos de vulnerabilidad ligados también a los pocos recursos disponibles - "las cuentas en muchos lugares están en números rojos"- o a "imparables procesos de abandono de la fe, que a veces -dice- nos cogen desprevenidos". Hechos nada desdeñables que, sin embargo, no deben desanimar, observa el cardenal, es más, deben ser un estímulo más: "De ninguna manera nos sentimos inútiles o sin entusiasmo. Al contrario". En un mundo sin paz y que corre el riesgo de volverse asfixiante para el individuo, "hace falta la luz de Cristo".
No perseguir la gloria mundana, sino a Cristo
Citando al profeta Isaías, se pone de relieve el verdadero poder del obispo: llevar el anuncio a los desdichados, vendar las heridas, proclamar la libertad. "Si no reclamamos otro tipo de poder, entonces somos verdaderamente libres, para vivir aferrados sólo al amor de Dios", subraya Fernández. Y añade que el rito "no es una mera cuestión de mitras e incienso, de glorias o de poder. Se trata simplemente de disponerse a acoger el don del Espíritu y dejarse asir y bendecir por Aquel que profundiza en la pertenencia a Cristo. Por tanto, "no mis planes, sino Cristo; no mis necesidades, sino Cristo; no mi imagen social, sino Cristo; no mi comodidad, ni mi fama, sino Cristo".
No presumas de ti mismo, sino asume el destino de la Iglesia
"A partir de hoy debéis ser aún más un don para los demás", recomienda el prefecto a sus colaboradores. Lo hace señalando que no es necesario abarrotar la mente con mil preocupaciones, sino tener presente que las Órdenes Sagradas son un don del Señor en acción. De ello se deduce que todo se transfigura para convertirse en instrumento de bendición. Sólo hay que ser dócil a la acción de esta gracia y cuidar de la Iglesia de Cristo como "preocupación primordial, cueste lo que cueste". Nuevamente las palabras de recomendación a los obispos: "No están ordenados para mostrarse a sí mismos, para salvarse a sí mismos, para demostrar que son diferentes de esa Iglesia de pecadores. Están ordenados para que el destino de la Iglesia sea el suyo".
Más allá de los fracasos, humildemente dóciles al Espíritu
Recordamos lo que decía San Agustín ('episcopalis sarcina'). Más aún hoy ser obispo es una 'carga'. "Es imposible tenerlo todo bajo control, todo encerrado en un paquete perfecto, todo ordenado y asegurado, pero también hay que poseer una buena dosis de incertidumbre y humildad. Sufrimos fatigas, golpes, fracasos. Pero, ¿no es ésta la vida de los trabajadores?". Aquí una referencia a los laicos que en su vida cotidiana tienen que lidiar con la precariedad y la dificultad para mantenerse: "A menudo dejas de ser un quejoso cuando empiezas a mirar las cargas de los demás".
Animados por una confianza fresca, libre y alegre
Necesitamos, concluye el cardenal, esa confianza fresca, libre y alegre que vemos en san Francisco de Asís, así como esa capacidad de abandono total a la voluntad de Dios que tenía, por ejemplo, Charles de Foucauld. Esa confianza en el Evangelio que es "pura locura", que no parece la más conveniente según los criterios de este mundo. "Dios sabrá sacar de ustedes, incluso de los fracasos, algo bueno para su pueblo". La homilía termina con una fuerte exhortación a amar a la Iglesia: "Sigan amándola aunque parezca una anciana llena de arrugas".
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