Ucrania. Svitlana Dujovych: El coraje de hablar por los que ya no pueden hacerlo
Svitlana Dujovych
El domingo 15 de enero, cuando me puse ante el ordenador para preparar mis notas para este discurso, mis manos se negaban a escribir en el teclado, me vinieron a la mente imágenes de la tragedia del día anterior: el 14 de enero, cuando se celebraba en Ucrania la fiesta de San Basilio o "Año Nuevo Viejo" (es decir, el primero de enero según el calendario juliano), en la que suele reunirse mucha gente, un misil ruso alcanzó un edificio de apartamentos en Dnipro, causando decenas de muertos y decenas de heridos, entre ellos varios niños.
El dolor del alma, por un lado, te quita la energía y ya no tienes fuerzas para hacer, para escribir, para decir, y por otro lado te das cuenta de que esas más de 40 personas ya no pueden hablar: tienes que hacerlo tú.
Recordé el comienzo de la guerra. Ciertamente, en la mañana del 24 de febrero, la conmoción fue mucho mayor que ahora: en 11 meses de guerra, la mente aprende un poco a reaccionar ante tales noticias. Ese día, lo único que quería gritar al mundo entero era: "¡Hagan algo!". Pero comprendí que este llamamiento se dirigía principalmente a mí misma: tenía que hablar en nombre de tantos ucranianos que ya no podían hablar porque sus vidas habían sido interrumpidas por una bala, un misil, o porque lloraban a sus seres queridos.
Tenía que contar su dolor. Tenía que hacer hablar a los que no sabían a quién contar su dolor: a los que huían de la guerra, a los que ayudaban a millones a sobrevivir o a los que rezaban.
Para mí no se trataba del coraje de hablar (como es el tema de esta mesa redonda), porque para mí no hubía ningún peligro, no corría ningún riesgo. Se trataba más bien de confiar tanto en las personas con las que trabajo como en nuestros lectores y oyentes: si dejo de hablar de mi dolor y si no hago que mi gente hable de su sufrimiento, significa que no confío en que nadie sea capaz de escuchar y comprender ese dolor, de compartirlo, significa que la confianza en que podemos construir la humanidad ha desaparecido y, en consecuencia, la violencia habrá alcanzado su objetivo final.
Para mí, de eso se trata: hablo porque tengo fe en la humanidad, porque tengo esperanza.
El aliento llegó también de parte de nuestra dirección que vio que la misión de los medios de comunicación vaticanos era estar al lado de los que sufren, darles voz y buscar alguna luz de esperanza incluso en la oscuridad.
Desde el primer día de la guerra, empecé a buscar contactos en Ucrania de personas que hablaran otras lenguas para compartirlos con los colegas de las distintas redacciones lingüísticas para que pudieran entrevistarlas. A algunos los entrevisté yo misma. El primero fue el padre Ruslan Mykhalkhiv, rector del Seminario Católico Romano de Kiev: "Hay una tristeza en nosotros", decía en la entrevista del 25 de febrero, "pero no es la tristeza la que paraliza. La gente está asustada e intenta huir vaciando sus cuentas bancarias y llenando los depósitos de gasolina para salir a la carretera. Al mismo tiempo, como Iglesia estamos preparados para la emergencia. Nuestros sacerdotes permanecen en sus puestos y están dispuestos a acoger a las personas que huyen: también abrimos nuestros seminarios si es necesario, para proporcionar un alojamiento seguro".
Esas primeras entrevistas me mostraron el camino. Cuando estudié Ciencias de la Comunicación en la universidad, nunca hice ningún curso sobre cómo comunicar y hacer periodismo durante la guerra. Personas como el padre Ruslan fueron mis maestros, de ellos entendí cómo entrevistar a los que están en guerra y sufren. Habló con gran dignidad de su dolor y del dolor de la gente, sin desesperación, sin desprecio por nadie. Aprendí de él que la conmoción y la tristeza no deben paralizarme, sino que debo actuar.
Empecé a traducir algunas entrevistas/testimonios del ucraniano al italiano y fue una gran sorpresa para mí ver que colegas de otras redacciones las retomaban y las traducían a sus propios idiomas. Por supuesto, sin el apoyo de nuestra dirección, que propuso a nuestro pequeño equipo de redacción contratar a otro colaborador, y sin el apoyo de mi equipo de redacción ucraniano con el padre Timoteo al frente, nunca lo habría conseguido, porque se hicieron cargo del trabajo que yo hacía antes. Trabajamos y seguimos trabajando, prácticamente sin días libres. La fatiga -tanto física como mental- fue todo un reto. Pero yo diría que no fue el más grande.
El mayor reto era la diferencia de idioma, cultura y mentalidad. Ya antes nos resultaba difícil traducir algunas palabras de una lengua a otra, porque el concepto en sí no existía, como, por ejemplo, la palabra "caricia": en ucraniano, pero también en otras lenguas eslavas, no decimos "acariciar", sino "abrazar", "mimar". Otro ejemplo de la diferencia lingüística: durante los meses de guerra, a menudo nos veíamos obligados a traducir del italiano (o de otros idiomas) la frase "conflicto en Ucrania". Nuestros colegas italianos nos dijeron que es sinónimo de guerra, pero en ucraniano la palabra "конфл?кт" (conflicto) significa "discusión", "riña", y sólo se utiliza en raras ocasiones para definir un fenómeno más amplio.
Con el comienzo de la guerra nos dimos cuenta, más que nunca, de lo diferentes que son no sólo nuestras lenguas y contextos, sino también nuestras formas de pensar y comunicarnos. Nos dimos cuenta de que el mismo concepto de paz, que todos deseamos y que podría parecer tan claro, se interpreta de distintas maneras en distintos contextos. Por eso fue crucial para nosotros confrontarnos: no sólo hablar, explicar a nuestros colegas, sino también escucharles para hacer comprensibles los sentimientos y la experiencia de nuestra gente que vive la guerra.
Cada entrevista, cada testimonio, era para mí una lección de vida, aprender a actuar en estos tiempos de guerra. Creo que a mis colegas les ocurrió lo mismo. De algunas entrevistas se puede aprender a ser más valiente. Por ejemplo, un sacerdote greco-católico de Mykolaiv, el padre Taras Pavlius, que también es capellán militar, habló de un joven soldado que, como muchos otros, se le acercó para pedirle una bendición. El soldado pidió oraciones por su madre, sus hermanos y más valor. "Cuando hay bombardeos intensos, me vienen diversos pensamientos... Y, por supuesto, viene el miedo", dijo el joven. "Padre, ruegue por mí para que tenga más valor, más fuerza". "Para mí", dijo el padre Taras, "fue un testimonio de gran amor hacia Dios y hacia su propio pueblo".
El testimonio de Oleksandr, un joven de Kharkiv, me hizo darme cuenta de que el sentido de la propia existencia no se encuentra sólo en las reflexiones, en los libros, sino en las acciones. Desde los primeros días de la guerra en su ciudad, situada a 30 km de la frontera rusa, no han dejado de caer cohetes y misiles. Al cabo de unas semanas", nos dijo, "mi mente no podía más y me di cuenta de que había que reaccionar para superar este estado". Con su bicicleta empezó a llevar comida a los ancianos de su bloque de apartamentos y más tarde creó toda una red con otros voluntarios. Después de ayudar a la gente una primera y una segunda vez", añadió, "me di cuenta de que en esto me reencontraba a mí mismo... mientras tenga la oportunidad, quiero seguir ayudando".
Me quedó gravada en la mente la historia de la hermana Svitlana Matsiuk, de Khmelnytskyj (Ucrania central), que acudió al hospital para visitar a los soldados heridos y ayudar a los refugiados que le describían las terribles escenas de cuando huyeron de sus ciudades. "Escucharlos -nos dijo- plantea muchas preguntas sobre Dios y también sobre la naturaleza del mal. Antes de la guerra, sabía que el mal existía, pero no afectaba a nuestras vidas como ahora. Es otra realidad en la que también está Dios, que allí sufre y es crucificado... Y Dios me respondió con una pregunta: '¿Quieres entrar conmigo en esta realidad?'. No quiero huir de ella, creándome mundos ilusorios, sino entrar en ella, estar en ella para hacer todo el bien posible".
Las palabras sinceras de esta monja, que no tenía miedo de hacer preguntas a Dios, me dieron más fuerza, me di cuenta de que yo tampoco quiero huir de la realidad, aunque sea muy dolorosa, y para mí eso significa seguir recogiendo estos testimonios para que otros puedan oírlos.
El tema de estas Jornadas en Lourdes es "¿Cómo podemos hacernos oír?". Creo que si aprendemos primero a escuchar, a encontrar lo que es humano, lo que es profundamente bueno y lo que nos hace semejantes los unos a los otros -nuestros sufrimientos, nuestros miedos, nuestras ganas de vivir a pesar de todo- sabremos también ayudar a los demás a aprender a escuchar. No habría podido hacer mi trabajo sin aprender a conocer a mis colegas, sin saber escucharlos, incluso cuando no hablan.
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