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Imaginario sobre el indígena en la época del caucho

La creación de un imaginario sobre el otro como un ser inferior, carente de algo fundamental para llegar a ser persona plena y sobre uno mismo como redentor capaz de ofrecerle a ese otro lo que le falta, es una constante en la historia de la invasión europea a América. Estos imaginarios, además, van cambiando a fin de acomodarse a los intereses de los tiempos y también a los límites que éstos imponen

Del antropólogo peruano Alberto Chirif

Es en este contexto que los caucheros manipulan la imagen del indígena como salvaje, concepto tomado de la teoría de la evolución de las especies para caracterizar el estadio de avance de una sociedad. De esta manera se le dio “peso científico” a los argumentos sobre la inferioridad de los indígenas, a quienes la teoría había colocado en el extremo opuesto de la sociedad civilizada que la había fabricado. Además de estar consagrado por la ciencia, el concepto era usado en la práctica por algunos de sus más connotados representantes del siglo XIX, como Darwin, quien, en su visita a Tierra del Fuego, refiriéndose a los indígenas, escribe: “Sus mismas posturas eran abyectas, y la expresión de sus rostros, recelosa, sorprendida e inquieta” (Darwin 1921, I: 293). Y también: “Al ver tan repugnantes cataduras cuesta creer que sean seres humanos y habitantes del mismo mundo. Hay quien se pregunta qué placeres puede ofrecer la vida de ciertos animales inferiores; pero ¡cuánto más razonable sería hacer la misma pregunta con respecto a estos bárbaros!” (Ibíd.: I: 304-5).

Al mismo tiempo de crear el imaginario sobre el indígena, la sociedad dominante creó, en el otro extremo, el del civilizador, en este caso representado por el cauchero, y que tiene como propósito justificar el dominio que éste ejerce y así darle una dimensión moral a su actuación. La finalidad es que el dominio no sea visto como un acto que busca el interés propio sino la salvación del otro. No es el egoísmo sino el altruismo, afirman los caucheros y sus defensores, lo que los mueve a actuar.

Carlos Rey de Castro, cónsul peruano en Manaos, a quien el gobierno le encargó viajar al Putumayo para averiguar sobre las denuncias y elaborar un informe paralelo a los del cónsul británico Casement y del juez Rómulo Paredes, es uno de los que mejor ensalza el papel civilizador jugado por los caucheros. Convertido en defensor incondicional de Arana, publicó diversos folletos en Barcelona, entre 1911 y 1914, alabando la obra del cauchero. Él mezcla, además, el argumento civilizador con el del patriotismo, también muy manipulado en la época para justificar el rol de los cauchero. (Chirif 2005.) Refiriéndose a los indios del Putumayo dice: “...ha sido la sangre, la misma que corre por nuestras venas [...] la que ha hecho volver al seno de la Patria multitudes nómades y errantes que tienen, con ligeras variantes, la misma religión que nuestros indios de la sierra y un dialecto que sólo es una derivación del idioma de nuestros incas”. Y añade: “...que ante el prefecto de este departamento [Loreto], en su rápida visita al Putumayo, desfilaron once mil indios armados vivando al Perú y cobijados bajo el pabellón que han aprendido a venerarlo tanto como nosotros” (Ibíd.: 265).

La creación de un imaginario sobre el otro como un ser inferior, carente de algo fundamental para llegar a ser persona plena  y sobre uno mismo como redentor capaz de ofrecerle a ese otro lo que le falta, es una constante en la historia de la invasión europea a América. Estos imaginarios, además, van cambiando a fin de acomodarse a los intereses de los tiempos y también a los límites que éstos imponen.

En el siglo XIX, cuando se produce el auge del caucho, está en auge el desarrollo del positivismo y la secularización del conocimiento y, en general, de la sociedad. En ese momento el salvaje estaba considerado como ser humano (independientemente de que no se lo trate como tal) y ya no importaba que creyese o no en Dios, pero sí que fuese “salvaje”. Por esto, el papel de Occidente era civilizarlo, ya no sólo mediante la religión, sino también del trabajo, del orden y del progreso. Es bajo esta lógica que se justificarán correrías, matanzas, torturas, violaciones y otros crímenes narrados y documentados en los escritos de la época del caucho, y también en algunos mucho más recientes.

Sin embargo, los tres imaginarios históricos elaboradas por los Occidente para justificar su dominio frente a los indígenas (no-humanos, gentiles y salvajes) no son sucesivos sino acumulativos, aunque el último predomina sobre los precedentes. De la lectura de los documentos del auge del caucho, en efecto, queda claro que el estado de salvajismo que se le atribuye en esta época incluye su condición de animalidad y paganismo, además de otros atributos negativos, como su falta de sensibilidad e inteligencia. Así, lo que mejor define al indígena en este imaginario es su carencia total de atributos positivos.

Es necesario decir que este imaginario sobre los indígenas no es una creación original de la época del caucho, sino que es anterior a ella, y que el tratamiento brutal contra los indígenas antecede también a esta época. Para comprobar estas afirmaciones basta buscar lo que dicen sobre los indígenas algunos viajeros anteriores al auge gomero. Poeppig, científico alemán que recorrió la Amazonía peruana en la década de 1830, refiriéndose al indígena dice que para tratar de: “…explicar su poca capacidad de asimilar la civilización y la inferioridad de toda su raza [una de razones] de importancia decisiva sería la observación de que no es el amor a la vida libre en medio de la naturaleza lo que le hace buscar la selva, sino el vago sentimiento de que su destino lo sitúa cerca del animal, y en la mayoría de los casos sólo la cultura europea, ya por artificio, ya por fuerza, puede vencer este instinto…” (Poeppig 2004: 331). No obstante, él también cuestiona a las autoridades, y refiriéndose al subprefecto de una provincia, dice que ejerce “un poder absoluto como un déspota oriental”, pese a lo mandado por la Constitución, “que por lo demás es letra muerta”; y en las zonas donde la población indígena es mayoritaria, “la arbitrariedad y los abusos no tienen límite” (Ibíd.: 339). Poeppig detalla muchos atropellos más, como castigos físicos, imposición de tributos personales (a pesar de haber sido prohibidos), escarmientos a los que no cumplen con los trabajos impuestos por autoridades políticas y curas, y asaltos a poblados indígenas, para capturar “cholitos” para luego regalarlos a sus amigos de la costa. (Ibíd.: 310-315.)

Marcoy informa de situaciones similares cuando escribe sobre un jefe de una comisión peruana que compró un muchacho indígena por tres cuchillos. En adelante, dice, esta adquisición iba a servirle para demostrar su poder frente al jefe de una comisión francesa que tenía “…un pequeño indio apinagé, trocado contra un viejo fusil en una travesía del Araguay, [quien] lo había humillado secretamente por este despliegue de lujo despótico (Marcoy 2001: 191-92).

Como éstos se pueden citar muchos casos de compra y venta de indígenas, o de sus “deudas”, de incursiones armadas sobre sus caseríos para capturarlos como mano de obra o para castigarlos por haber dado muerte a quienes pretendían esclavizarlos, o para asesinarlos como medida preventiva frente a los posibles males que pudieran causar en el futuro. (Ver Varese 1973, Chirif 2004, Santos y Barclay 2002, Gray 2005, Hvalkov 1998).

El argumento del canibalismo

Los textos de Rey de Castro están colmados de referencias sobre el canibalismo de los indígenas de la zona del Putumayo y también los de Arana, Zumaeta y el propio Larrabure y Correa, aunque en menor medida (ver Rey de Castro 2005). Es el argumento central de los caucheros y sus defensores para justificar su rol civilizador. La imagen que trasmiten es la de gente que se come entre sí, cotidianamente, poco más o menos como quien toma un alimento de la despensa para atender la cena del día.

Con frecuencia, las dos imágenes, la del salvaje caníbal y la del cauchero civilizador,  van juntas. Rey de Castro (1913a: 13), por ejemplo, dice: “Antes de que Arana y sus auxiliares se establecieran ahí y ensancharan sus negocios, los indios vivían una vida nómada, belicosa, y en vez de ocuparse en formar chácaras, se entretenían en devorarse entre ellos”. Juan Tizón, gerente de la empresa, afirma: “La compañía que represento tiene el más firme pro­pósito de mejorar la condición de los indígenas, propen­diendo a su civilización, aprovechando para conseguir este objeto, de la organización que ya se les ha dado para los trabajos de goma. Para llegar a obtener este resultado, se necesita de tiempo porque, como U. S. comprende, ésta no es la obra de un día ni de un año, dado el estado de atraso en que se encuentran todavía estas tribus, que has­ta hace muy pocos años eran antropófagas” (ver Rey de Castro 1913a: 127). Pablo Zumaeta, cuñado de Arana y gerente de otra sección de la empresa, dice: “...con la circunstancia de que los indígenas de que se trata, re­cientemente incorporados a la civilización, por efecto de la conquista de las tribus salvajes y antropófagas de que son oriundos, no se encuentran en las condiciones de las personas capaces y menos aun de los ciudadanos cons­cientes” (Zumaeta 1913a: 12).

El canibalismo como entretenimiento de gente miserable, hambrienta y que no encuentra práctica mejor para pasar el tiempo y alimentarse que ésta, y la superación de la práctica como consecuencia del trabajo civilizador de los caucheros, son imágenes que marchan de la mano. No obstante, otras reflexiones sobre el tema permiten analizarlo desde una perspectiva diferente. Raimondi, por ejemplo, considera la antropofagia como una práctica religiosa y no como acto de crueldad: “En efecto, se dice que cuando se anuncia al anciano que va a ser víctima [del canibalismo], éste se llena de júbilo porque cree que pronto va a encontrarse con sus parientes”. Para demostrar el carácter religioso de la antropofagia, él cita un hecho presenciado por el viajero italiano Gaetano Osculati, mientras descendía por el río Napo: “Un indio de esa tribu, que se había hecho cristiano, al tiempo de morirse, se hallaba triste y lloraba; habiéndosele preguntado las causas de su llanto, contestó que sentía mucho, porque muriendo cristiano, en vez de servir de alimento a sus parientes, debía ser comido por los gusanos” (citado en Ordinaire 1988: 115-16).

Es evidente el uso que se ha hecho de esta costumbre para justificar atropellos contra los pueblos indígenas. Al respecto, Métraux (1963: 400) señala: “Aunque practicado por muchas tribus de Sudamérica, el canibalismo fue menos prevalente de lo que algunas fuentes parecerían indicar. Los españoles y portugueses acusaron a los indígenas de canibalismo a partir de evidencias vagas, frecuentemente con la intención deliberada de justificar su esclavización. Este examen analizará sólo aquellas tribus en las cuales hay evidencias irrefutables de exocanibalismo”. Métraux establece las diferencias entre éste, que consiste en comer un enemigo muerto, y el endocanibalismo, que es comer un pariente muerto.

Marcoy es otro viajero que aporta elementos que cuestionan el tema de canibalismo. Refiriéndose a un pueblo indígena del Ucayali, escribe: “La existencia de la antropofagia, que tantas veces se ha reprochado a los cashibos desde su ruptura con los shetebos, y que nunca se ha mencionado antes de esta época, no tiene más fundamento que los ‘se dice’ de los ribereños de estas regiones, y a los que no damos fe sino a medias, y ello no sería después de todo, admitiendo por un momento que sea verdad, más que la lógica consecuencia de las persecuciones de que son objeto esos infelices por parte de cristianos e infieles” (Marcoy 2001: II, 371).       

Indicaciones como las de Métraux y Marcoy sitúan el debate en otro campo que el que pretenden ubicarlo los caucheros y que tiene que ver con la justificación del dominio sobre el otro. En efecto, la energía invertida por una sociedad para dominar a otra ha marchado siempre paralela a aquélla puesta para denigrarla, porque sólo así puede justificar sus atropellos e intentar convertirlos en actos salvadores. El indígena, al que los dominadores le negaron todo atributo positivo (para éstos eran brutos, ignorantes, crueles, sucios, vagos, desenfrenados, estúpidos y traicioneros, en una palabra, salvajes), sólo puede ser redimido por la acción benéfica encarnada, en este caso concreto, por el cauchero. Se trata de un mecanismo antiguo y recurrente, que por cierto no fue inventado por Arana y su gente, ya que “...históricamente los procesos de dominación han estado asociados a construcciones ideológicas tendientes a desfigurar la condición humana, intelectual y moral ‘del otro‘, es decir, tendiente a la justificación de esa dominación: de ahí surge el desprecio, la subvaloración y, por supuesto, el racismo” (Gómez 2001: 202).

Al carácter práctico de esta construcción ideológica se refiere Wade cuando dice que: “Los indios podían ser esclavizados si ellos eran calificados como caníbales, lo que en dicho contexto significó e implicó simplemente a quienes ofrecieron resistencia contra los españoles” (en Gómez Ibíd.: 204). La manipulación del concepto caníbal, a juzgar por los datos que ofrece la realidad, ha ido incluso más lejos que la aplicación de la etiqueta a quienes se oponían a ser dominados, y se ha llegado a atribuir a pueblos aún desconocidos pero que se quería dominar. Esto es lo que se deduce de la observación de Gómez (2001: 205), que a pesar de que en el siglo XVIII los pueblos indígenas del medio y bajo Putumayo y Caquetá eran poco conocidos o desconocidos en absoluto, no sólo se afirmaba sino que se describía minuciosamente su costumbre de comer carne. Este descrédito por adelantado está bien expuesto en el retrato con lujo de detalles que hace el jesuita Magnin de los hombres “murciélagos”, como él llama a los huitotos del Putumayo (señala cómo las víctimas son primero engordadas, luego raspadas hasta hacerles brotar sangre, que es sorbida, para finalmente cortarlas en lonjas que, una vez asadas, son comidas), no obstante no haber visitado jamás esos ríos durante el tiempo en que fue misionero en Maynas. (Ibíd.: 205.)

Frank vuelve a analizar el tema de la antropofagia entre los Uni (los cashibos mencionados en el siglo XIX por Marcoy). Él coincide con Métraux y otros estudiosos en que esa calificación es utilizada para desprestigiar a sociedades por intereses concretos. Su hipótesis es que aun cuando existían evidencias que podían generar confusiones acerca del carácter caníbal de los Uni[1], la imagen fue construida por sus vecinos, los Shetebo, Shipibo y Conibo, como una manera de desalentar a los misioneros a internarse en el territorio de aquéllos, porque esto habría supuesto que las herramientas de hierro y otros bienes traídos por los frailes debiesen ser distribuidas entre mayor número de personas. Frank funda su presunción en datos y reflexiones sólidamente articulados. (Frank 1994: 146-149)   

 

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17 octubre 2019, 17:08