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Las monjas en Uganda “cosen pedazos de vida, como retales de estofa”

En ciudad de Gulue, en la Uganda septentrional, sor Rosemary Nyirumbe y sus hermanas de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús ayudan a las mujeres que han sido agredidas por los rebeldes a “coser la propia vida juntas, como retales de estofa”. Gracias a la “fantasía de la misericordia” y a las máquinas de coser, ya han salvado a varios miles de mujeres, rechazadas por las comunidades locales.

Dorota Abdelmoula-Viet – Ciudad del Vaticano 

Sor Rosemary ha iniciado a contar la historia de su actividad empezando por su congregación. Si bien las llaman “Madre Teresa ugandesas” y la revista Time la haya reconocido hace años como una de las 100 mujeres más influyentes en el mundo, ella misma subraya que debe su fuerza y su valentía a Dios, a la oración y a sus hermanas.

Refugiados, como la Sagrada Familia

Como subraya sor Rosemary, afrontar las dificultades forma parte de la historia de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús desde los inicios. Fundada en 1954 en Sudán del Sur, 10 años después ya se ha convertido en una comunidad de refugiados, porque a causa de la escalada del conflicto en el país, las hermanas tomaron la difícil decisión de huir a Uganda, llevando consigo aquellos a los que cuidaban cotidianamente, principalmente mujeres y niños. Este dramático traslado, todavía hoy comparado con la fuga bíblica de la Sagrada Familia en Egipto, dio origen a muchas vocaciones. Entre otras precisamente la de sor Rosemary, una joven que, a la edad de 14 años, decidió dedicar su vida a Dios.

Sor Rosemary Nyirumbe
Sor Rosemary Nyirumbe

“Dios nos llama a hacer lo que podemos hacer”

“Había oído hablar de las hermanas que cuidaban niños y pensé que sería el lugar adecuado para mí porque amo a los niños y hacía de niñera para los hijos de mi hermana”, explica brevemente la monja. Estaba convencida de que Dios llamaba “a lo que sabe que podemos hacer”. Pronto se vería qué “sabe hacer”: junto a sus hermanas, decidió cuidar de jóvenes mujeres que – secuestradas por rebeldes – eran abusadas sexualmente y entrenadas para matar, para después ser rechazadas por las propias comunidades.

“La gente tenía miedo de ellas, porque muchas de ellas tenían la sangre de sus seres queridos en las manos, por tanto, abrí la puerta y dije: venid con nosotras”, recuerda sor Rosemary, como si estuviera hablando de invitar huéspedes bienvenidos. Transmití también un mensaje a la radio local, algo arriesgado porque los rebeldes podían escucharlo. Pero valió la pena: muchas mujeres, jóvenes chicas vinieron, a menudo con sus hijos, no amados y concebidos después de una violación”.

Una máquina de coser, no para matar

A la pregunta de si tuvo miedo de cuidar de las mujeres que necesitaban no solo asistencia psicológica sino también médica (algunas de ellas estaban embarazadas), sor Rosemary respondió sin pensarlo un momento: “No tenía miedo, soy matrona profesional”. Y aunque no es una costurera, esto no la ha impedido “coser” la vida de sus asistidas y de sembrar en ellas semillas de esperanza.

Su idea era sencilla: transformar las ametralladoras en máquinas de coser y hacer sentir a las ex esclavas que la vida desgarrada puede volver a ensamblarse en un todo hermoso y precioso, como los fragmentos de materiales que se transforman en bellísimos bolsos entre las manos. “Oh, mira, esto está hecho de botellas de Coca-Cola”, ha afirmado sor Rosemary, enseñando un bolso cosido finamente del que no se separa nunca. A nuestras protegidas les digo: “mira qué bonitos son estos bolsos. Los habéis cosido con lo que la gente ha tirado y vosotras habéis juntado con cuidado. ¡Y también vosotras podéis ser tan hermosas!”

La escuela de costura
La escuela de costura

Ver a Dios en el rostro de un rebelde

Por la mano tendida a las mujeres las hermanas están amenazadas de muerte desde el principio. Más aún porque la hermana Rosemary conocía a muchos de los rebeldes de su época trabajando en la ciudad como matrona. “Mi mayor miedo era el hecho de que me conocían y que un día nos matarán”. Ha buscado ayuda a través de una oración compuestas por ella misma. “Yo repetía: ‘Dios, si un día tuviera que encontrar a estos rebeldes, ayúdame a ver tu rostro en ellos y deja que ellos vean tu rostro en mí”.

La oración no quedó sin respuesta. Cuando un día un hombre armado apareció en casa de las monjas, poco antes de que empezaran a preparar la comida, sor Rosemary se encontró cara a cara con él. El potencial asesino no levantó la mano contra ella, sino que le pidió medicinas y comida. “Le di lo que teníamos, y me detuve, mirándolo alejarse por el otro lado de la calle – recuerda, como si el evento todavía estuviera sucediendo delante de sus ojos – de repente le veo volver. Y dice: has sido muy amable conmigo, no quiero que te hagas daño. Después va a la cocina y del horno, el que íbamos a encender, ¡saca los explosivos que había escondido dentro! Su gesto de amabilidad nos salvó a todas”.

Se llamaba Susan

“Eran miles”, ha respondido sor Rosemary a la pregunta sobre cuántas mujeres habían conseguido ayudar hasta ahora. La historia de una de ellas se le ha quedado grabada de forma particular.

“Se llamaba Susan. Fue secuestrada por los rebeldes junto a la hermana más pequeña, que llevaba sobre la espalda. Cuando iban a atravesar el río, pidió a los secuestradores que la ayudaran, porque no podía pasar con la hermana sobre la espalda. Le respondieron que tenía que elegir: su vida o la vida de su hermana. Y después, le dijeron que matara a su hermana. La mató y la dejó ahí, y siguieron adelante”. La hermana ha subrayado que la ayuda a Susan dura desde hace años. “Me hice su amiga, estaba siempre cerca de ella. Y le seguía diciendo, Susan, perdónate a ti misma. Te han obligado a hacerlo. Y Dios te ha perdonado. Esta historia se quedará conmigo para siempre”, ha afirmado, subrayando que su rol es siempre el de “sembrar esperanza”.

"No hablo de Dios"

El Centro Santa Mónica no es la única obra de la misionera ugandesa. “En diciembre del año pasado, inicié un proyecto en Sudán del Sur dirigido a nutrir niños desplazados internos que viven por la calle. Allí tenemos 450 niños, a los cuales enseñamos a leer, escribir, y les damos espacio para jugar”, ha precisado.

A la pregunta si habla de Dios a sus protegidos, ha contentado que no. “¿Y sabes por qué no hablo?”, ha preguntado con una sonrisa, “porque basta mi presencia para decirles que estoy con ellos, porque creo en Dios. Lo anuncio con mi presencia. Para acompañarlos día y noche, los siete días de la semana, debes tener a Dios en tu corazón”.

 

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21 febrero 2025, 13:22