Sor Magdalena Sofía del lado de los últimos: ?no son culpables!
Carla Lima
Los llevaron a la cárcel. En aquella mañana tórrida los wichíes, comunidades originarias del norte argentino, fueron tomados de sus territorios y encerrados en prisión. Era 1976. La dictadura militar había decidido apresarlos porque eran indocumentados. Hasta entonces habían sido pobladores que no necesitaban documentación: en su cultura poseían nombre propio y se reconocían bien unos a otros. Tampoco la sociedad urbana se la había exigido antes.
Ese mismo día, la hermana Magdalena Sofía se presentó en la comisaría sin ser llamada. Con la mirada puesta en los ojos del policía a cargo, lo interpeló con resultado inmediato: “¡Ellos no son culpables!”, dijo y agregó: “Si nunca, nunca, se han ocupado de ellos. ¡Por favor! Estoy trabajando en los registros de cada uno”. Sin demora, el silbato del jefe de policía se escuchó hasta en las celdas más lejanas. El mandatario se dirigió a sus uniformados y ordenó: “Acá les presento a la hermana Magdalena Sofía. Ella está trabajando con el padrón de registros. Que nadie moleste. ¡Qué nadie moleste a ningún aborigen!”.
Allí, pocos días antes, la municipalidad les había encomendado a las Religiosas del Sagrado Corazón de Jesús que buscaran la forma de realizar el registro civil de los grupos originarios del entorno de Mosconi, en Salta, Argentina. Las Hermanas no dejaron sin respuesta una necesidad que se había vuelto imperiosa por los cambios en la gobernación, pero muchas de ellas no tenían la nacionalidad argentina requerida para un cargo público; la hermana Magdalena Sofía asumió la responsabilidad. “Pasé toda la semana aprendiendo. Yo hacía las planillas. Teníamos una camioneta de doble tracción para ir al monte, para pasar los charcos”, explica. Registraron a cada miembro de la comunidad wichí. Los conocían gracias a su presencia de misión y acompañamiento en el territorio.
Este pasaje describe el espíritu de servicio de Magdalena Sofía Kissner, nacida en La Pampa argentina en 1936, en una colonia donde solo se hablaba alemán. De hecho, de niña le costaba interactuar en la escuela porque no entendía el castellano. Tal vez entonces forjó esa sensibilidad por la integración que floreció muchos años más tarde. Dedicó su vida religiosa a la educación, como profesora de historia, maestra de niños o en roles de dirección, pero cuando se acercaba el tiempo de su jubilación le llegó un nuevo desafío. Relata que, casi sin proponérselo y empujada por la gente y por su comunidad, abrió un centro de educación para niños con discapacidad en Villa Jardín, Lanús, Buenos Aires. Para ello, primero se formó en el Centro Ann Sullivan en Perú, una experiencia que la transformó. Recuerda que allí aprendió que el trabajo no se orienta solo para incidir en niños especiales, sino también en sus familias y comunidades, y que tomó conciencia de que el eje de su servicio era el hecho que todos tenemos dones diferentes y nos enriquecemos desde las particularidades.
Creó así la Escuela San Francisco, dedicada a niños y a la formación de sus familias desde el contexto desfavorable en que vivían. Para lograrlo, la hermana Magdalena comenzó a redactar su sueño: “Se necesita un ambiente educativo donde todos los miembros estén involucrados en la formación, no solamente en el aula, sino en todo: en la cocina, en la limpieza, en el corredor, en las paredes. Todo educa. Nadie es culpable de las condiciones en que nace”, escribió con lápiz en su cuaderno de notas. La ayuda de las hermanas de la congregación le permitió plasmar una propuesta acabada. “Hicimos proyectos para fundaciones internacionales, nacionales. La congregación me ayudó mucho”, repite agradecida. Una a una, las acciones se encauzaron en un proceso sostenido.
La escuela se inició en un aula de la iglesia del barrio, donde una psicopedagoga realizaba diagnósticos y tratamientos. El párroco ofreció la sala porque estaba preocupado de que el corazón de la comunidad, es decir, los niños con discapacidad, no estuviesen atendidos. Pero pronto el espacio fue insuficiente y debieron trasladarse a un lugar más amplio donde edificar y tener una huerta, para que los niños se sintieran cómodos. Así, en un contexto de pobreza, surgió esta escuela que hasta hoy es gratuita.
Una de las maestras de esa primera época recuerda que “la hermana ‘Magda’ era la que llegaba primero, nos recibía con todo impecable, baldeaba el patio”. Al tiempo evoca a una madre que decía: “¡Le digo a mi hijo que si se porta mal no va a la escuela! ¡Y se pone a llorar!”. La escuela no era un hastío, era ocasión de alegría. La hermana desarrolló un modo de ser donde “sabíamos quién era cada uno, sabíamos el nombre de sus padres”, agrega la maestra con emoción. Y Magda abogaba por los niños: “Ellos no son culpables de haber nacido en condiciones especiales”, insistía. Ella fue una guardiana implacable del derecho a sentirse con la dignidad de los hijos amados, y los estudiantes se sentían a gusto, participaban con alegría y fortalecían su lugar en medio de un mundo que a veces los invisibilizaba. Y para la hermana esto fue un modo de vivir su vocación de consagrada a Dios, con especial gratitud a su comunidad: “Me rodearon con mucho cariño, con mucho amor las hermanas, y yo lo soñaba así, esa era la vida para mí: ser religiosa”.
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