Don Salvador Aguilera: Juan Duarte, testigo del amor a Cristo, Buen Pastor
Renato Martinez – Pope
Este 15 de noviembre, la Iglesia conmemora un aniversario más del martirio del Beato Juan Duarte Martín. Un joven malagueño que nació en el pueblo de Yunquera un 17 de marzo 1912, y entregó su vida en Álora, concretamente en la Zona de Arroyo Bujía el 15 de noviembre de 1936 con tan sólo 24 años tras sufrir un martirio de ocho días pasando por palizas, corrientes eléctricas, castración e infinidad de vejaciones hasta su muerte.
En Pope compartimos el Testimonio de Don Salvador Aguilera López, Presbítero de la Archidiócesis de Toledo, licenciado en Teología Litúrgica y en Liturgias Orientales; actualmente desempeña su ministerio pastoral como Oficial en el Dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
El origen de la devoción al Beato Juan Duarte
A la sombra del Convento del Corazón Eucarístico de Jesús de Ronda creció mi vocación al sacerdocio. Ya desde antes de mi primera comunión, que tuvo lugar en 1992, servía a Monseñor José Parra Grossi en el altar de las Carmelitas Descalzas, entre las cuales estaba la hermana Carmen de Cristo Rey, hermana del beato Juan Duarte Martín.
Cada vez que tenía ocasión de visitar a la comunidad, no perdía la ocasión de preguntarle cosas sobre su hermano: cómo era, cómo descubrió su vocación, cómo fueron los años del seminario, cómo era su relación con san Manuel González, qué testimonios se conservaban de su martirio, etc. Y la hermana Carmen me contaba, una y otra vez, mil detalles, con gran cariño, sabiendo que hablaba de un mártir de Cristo.
El supremo testimonio del martirio en los años de la persecución religiosa contra la Iglesia en España (1931 y 1936-1939)
En los años de formación, traté de sembrar entre mis compañeros del Seminario de Toledo la devoción hacia el diácono mártir, difundiendo la estampa con reliquia que las Carmelitas habían preparado. Ya en esos años había una gran devoción en la Archidiócesis Primada al Obispo de los Sagrarios Abandonados y, por ende, a todos los que a su alrededor habían aprendido el gran amor que el Corazón de Cristo nos tiene.
Parece que el Señor se valió de don Manuel para preparar al clero y a la diócesis de Málaga a dar el supremo testimonio del martirio en los años de la persecución religiosa contra la Iglesia en España (1931 y 1936-1939). De ellos tenemos un grandísimo ejemplo en la carta que nuestro querido diácono Duarte le escribe el 3 de julio de 1935; carta que la Divina Providencia quiso que llegara a mis manos.
La Carta: Servir a la Iglesia con generosidad
Un día pensé enviarle a la hermana Ana María Palacios, Misionera Eucarística de Nazaret e incansable propagadora y difusora de la devoción al Obispo Eucarístico, una estampa de nuestro diácono. Su respuesta me llegó con la copia del original de la carta, conservada en el archivo que las Nazarenas tienen en Palencia.
Grande fue mi sorpresa al llevarla al Carmelo de Ronda y oír que, hasta entonces, era el primer documento escrito que se conservaba. Parecía que el beato Juan Duarte me quería hacer este regalo por difundir su testimonio martirial.
En la carta, nuestro querido Juan le contaba a don Manuel que tres días antes había recibido el subdiaconado, con la tristeza de estar alejado de él y, además, de no poder recibir las Sagradas Órdenes de manos del Obispo que lo recibió en el Seminario. Cuatro páginas que denotan el gran amor que el beato Duarte tenía hacia Dios, hacia la Iglesia y hacia su Obispo.
Quisiera destacar el momento en el que expresa claramente su fidelidad a la vocación a la que el Señor lo había llamado: «Con qué alegría el domingo, día 30 de junio, me ponía en brazos de la Iglesia, y con qué ganas le pedía al Señor que me quitara la vida si algún día había de ser traidor a ella, o por lo menos no la había de servir con la alegría que inundaba mi alma en el día que a ella me entregaba».
Los caminos de Dios son inescrutables
Años más tarde, nuestro querido don Pedro Sánchez Trujillo, al publicar la biografía del diácono mártir «La fuerza de la fe», incluyó el texto de dicha carta y, en una nota a pie de página, me honró citando mi nombre.
Los caminos de Dios son inescrutables y, tras los años de estudio y ministerio pastoral en Toledo, en 2012 fui enviado a Roma para estudiar las liturgias del Oriente Cristiano y, al año siguiente, comencé a trabajar en la Santa Sede como oficial de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Un año después, en 2014, llegaba a dicho Dicasterio una carta de Monseñor Jesús Catalá solicitando para la Diócesis de Málaga la inserción de la memoria de los mártires, cuyo título sería: «Beatos Enrique Vidaurreta Palma, presbítero, Juan Duarte Martín, diácono, y compañeros, mártires» y, las cosas de Dios, como segunda lectura del Oficio de lectura para la Liturgia de las Horas, el texto de la carta que años antes me envió desde Palencia la hermana Ana María.
Regalos de Dios que me han llevado a crecer en devoción y en deseo de imitar, cada vez más, esa oblación que hizo el beato Juan Duarte durante toda su corta vida, llegando al culmen de entregar su vida por amor a Cristo, Buen Pastor.
A continuación, publicamos el texto de la Carta como segunda lectura del Oficio de lectura para la Liturgia de las Horas:
SEGUNDA LECTURA
De una carta del beato Juan Duarte Martín, diácono y mártir. (Carta a san Manuel González García, obispo (3 de julio de 1935). P. Sánchez Trujillo, La fuerza de la fe. Vida y martirio de Juan Duarte, Málaga 2003, pág. 51-52).
Servir a la Iglesia con generosidad
No más de tres días hace que el Corazón de Jesús, Amo y Señor de nuestro idolatrado Seminario, se ha dignado regalarme con el don más preciado de su Corazón divino, dándome por esposa a su Iglesia, esposa suya predilecta, admitiéndome al Sagrado Orden del Subdiaconado. Ya soy Subdiácono, que quiere decir ya soy de la Iglesia. Que el mismo Corazón Eucarístico de Jesús me conceda el entregarme por completo y sin reserva a ella y servirla de balde y con todas mis cosas.
Con que alegría el domingo, día treinta de Junio, me ponía en brazos de la Iglesia, y con qué ganas le pedía al Señor que me quitara antes la vida si algún día había de ser traidor a ella, o por lo menos no la había de servir con la alegría que inundaba mi alma el día que a ella me entregaba.
Una sola tristeza envolvía mi alegría, un vacío quedaba en mi alma, vacío que veníamos experimentando todos sus seminaristas desde que nos vemos obligados a estar alejados de Vuestra Excelencia; pero de un modo especial en ese día al ver que no podía recibir las órdenes sagradas de manos del Obispo que me recibió en su seminario, cuando era pequeñito y que me vio dar los primeros pasos.
Todo esto me obligaba a querellarme con el Señor de mi Sagrario repitiéndole muchas veces: Señor ¿Por qué haces esto? Pero me respondía yo a mí mismo: cuando tú lo haces, está bien hecho, y así me conformaba.
Con qué gusto echaría un rato de charla con Vuestra Excelencia para contarle muchas cosas de nuestro Seminario, pero ya que no puede ser me contentaré con apuntarle algunas.
En este curso, que acaba de terminar he sido prefecto de los pequeñitos, de los de preparatorio. ¡Cuántas cosas tendría que contarle de mi prefectura! Pero baste con decirle que desde que se fueron de vacaciones no paro de acordarme de ellos y de pedirle al Señor por los mismos. Como de la Capital hay muchos y son los que tienen más peligros nos hemos distribuido las vacaciones entre cuatro teólogos, que nos iremos turnando para estar al cuidado de ellos y subirlos todos los días al Seminario para que pasen gran parte del día en él.
Para los de los pueblos se están organizando las visitas de modo que no quede uno sin que reciba la visita de su superior o por lo menos de un teólogo; además se les ha aconsejado mucho que escriban con frecuencia al Seminario, en donde se ha constituido un secretariado para contestar estas cartas, en las cuales reciban una palabrita de aliento, la palabrita del Seminario que levante y caliente en medio de la nostalgia y frialdad de las vacaciones. Todo esto con el fin de que no se pierda ninguno de los que han sido sembrados en el surco del Seminario.
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