Pentecost¨¦s, soplo disruptivo del Esp¨ªritu Santo en la tierra
Maria Milva Morciano - Ciudad del Vaticano
En el día de Pentecostés, volvemos a observar otra escena de los frescos de Giotto en la Capilla Scrovegni de Padua. Inmediatamente al lado del panel de la Ascensión, en la pared norte, se encuentra Pentecostés.
En los Hechos de los Apóstoles leemos:
"Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, llegó un estruendo del cielo, casi como un viento impetuoso, y llenó toda la casa donde estaban. Y se les aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba poder para hablar" (2:1-4).
En el fresco, los doce apóstoles están reunidos en círculo, sentados en bancos de madera, bajo una airosa logia con arcos trilobulados de ascendencia gótica sostenidos por esbeltas columnas. Las lenguas de fuego son rayos púrpuras que irradian desde arriba y se posan sobre las figuras. Algunos apóstoles los miran como sorprendidos, otros hablan entre ellos.
Composición circular
Si comparamos detenidamente esta escena con la de la Última Cena, también de los Scrovegni, que es aparentemente similar, nos parecerá encontrar y reconocer a cada apóstol, tanto por sus rasgos fisonómicos como por la vestimenta que llevan. Frente a esta primera escena, en la que el halo es oscuro, en Pentecostés aparece dorado, destacando la expresión de los rostros como transfigurados por la gracia. También en la Última Cena, Cristo se sienta en la cabecera de la mesa, a la izquierda, y no en el centro como en casi todas las iconografías. El vértice visual parte de Él y el efecto es como de una mayor profundidad de ambiente.
En el Pentecostés de Giotto, la composición es circular. La unidad de los apóstoles se expresa en el círculo que no tiene principio ni fin. Todos están en el mismo plano, unidos por una perfecta armonía.
De nuevo, mientras que en la Ascensión de Giotto los espectadores tenemos la impresión de contemplar la escena desde abajo hacia arriba, en el punto preciso en el que la figura de Cristo parece casi sumergirse con las manos extendidas hacia el cielo, ahora, en cambio, el plano focal se sitúa en la parte inferior, a ras de suelo, donde están los apóstoles. Mientras que en la Ascensión hay una tensión total hacia arriba, en Pentecostés las lenguas de fuego descienden, en un intercambio mutuo entre el cielo y la tierra.
La presencia de María
Otras dos obras atribuidas a Giotto representan Pentecostés. El primero pertenecería al primer periodo de su vida, entre 1291 y 1295, y es un fresco en el luneto derecho de la contrafachada de la Basílica Superior de Asís. La atribución sigue siendo muy discutida: actualmente, sólo el dibujo preparatorio se inclina a identificar la obra del artista, mientras que la ejecución sería de otros artesanos. En el Pentecostés de Asís, no hay llamas de fuego. Arriba, el cielo abre sus nubes, dejando en el centro un círculo azul sobre el que destaca la paloma del Espíritu Santo. Abajo, con el telón de fondo de una elaborada arquitectura, se abre una sala a lo largo de cuyas paredes están dispuestos los apóstoles. En el centro, vestida de rojo oscuro, está la Virgen, figura fundamental de Pentecostés. Este esquema iconográfico es sin duda el más extendido en todas las épocas del arte, tanto antiguo como moderno, y María ocupa siempre un lugar destacado como Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia. Los Evangelios se abren con el descenso del Espíritu Santo sobre ella, y en Pentecostés ella es el medio por el cual la efusión del Espíritu desciende sobre los apóstoles.
Lleno de paz, en armonía
Una tercera obra atribuida a Giotto, fechada unos años después de Padua, entre 1310 y 1318, es la tabla (5,7x43,8 cm) que forma parte de un políptico, posiblemente un dosal de altar. Este Pentecostés, conservado en la National Gallery de Londres, representa a los apóstoles sin la presencia de la Virgen. La sala divide el espacio con un alto parapeto cerrado por una puerta. El Espíritu Santo cuelga justo debajo del hermoso artesonado e irradia sus rayos, que en su día fueron pintados en relieve con estaño dorado, para alcanzar y tocar las cabezas de los apóstoles.
Algunas figuras situadas en este lado de la pared de la sala intentan asomarse para ver qué es todo ese rugido del cielo que resuena en la sala. En particular, los dos jóvenes que se encuentran a ambos lados de la puerta, perfectamente simétricos -pintados con la misma caricatura y luego volteados- se inclinan hacia adelante para comprender mejor. Los Hechos hablan de una multitud de personas de diferentes orígenes, asombradas por todo ello y, sobre todo, por el hecho de que los apóstoles sean perfectamente capaces de entender sus diferentes lenguas.
En esta última obra, como en las otras dos, la de Padua y la de Asís, podemos ver cómo el artista ha plasmado el momento inmediatamente posterior a los fenómenos celestes que preceden al descenso de los rayos flamígeros, que en los Hechos es sobrecogedor: el súbito estruendo que llega del cielo, el viento impetuoso. Sin embargo, estas manifestaciones no parecen penetrar en el espacio de la sala en la que están reunidos los apóstoles. La sensación es la de un lento descenso de lenguas de fuego, sobre el grupo de doce llenos de paz. Asombrada, pero compuesta.
La Torre de Babel y Pentecostés
Giotto comprendió bien la revolución y la gracia de Pentecostés, que es paz y concordia, fraternidad, unidad. Pentecostés es la respuesta divina a Babel: la inútil pretensión de los hombres de llegar al cielo con una construcción hecha de ladrillos y betún. La pretensión de prescindir de Dios. Babel desató el caos de los malentendidos, Pentecostés estableció la armonía del Logos. De hecho, el Papa emérito Benedicto XVI, en una homilía con motivo de Pentecostés 2012 explica:
"La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2,1-11), contiene en el fondo uno de los últimos grandes frescos que encontramos al comienzo del Antiguo Testamento: el antiguo relato de la construcción de la Torre de Babel (cf. Gn 11,1-9). ¿Pero qué es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres han concentrado tanto poder que creen que ya no tienen que remitirse a un Dios lejano, y que son tan fuertes que pueden construir por sí mismos un camino al cielo para abrir las puertas y ponerse en el lugar de Dios. Este relato bíblico encierra una verdad perenne, que podemos ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y la tecnología hemos llegado al poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, casi hasta el mismo ser humano. En esta situación, rezar a Dios parece anticuado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queramos. Pero no nos damos cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es cierto que hemos multiplicado las posibilidades de comunicarnos, de tener información, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos, o quizás, paradójicamente, nos entendemos cada vez menos? ¿No parece que se está extendiendo entre los hombres un sentimiento de desconfianza, de sospecha, de miedo mutuo, hasta el punto de volverse peligrosos los unos para los otros? Volvamos entonces a la pregunta inicial: ¿puede haber realmente unidad, concordia? ¿Y cómo?".
La respuesta la encontramos en la Sagrada Escritura: sólo puede haber unidad con el don del Espíritu de Dios, que nos dará un nuevo corazón y un nuevo lenguaje, una nueva capacidad de comunicación. Y esto es lo que ocurrió en Pentecostés. Aquella mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo descendió sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor capaz de transformar. El miedo desapareció, sus corazones sintieron una nueva fuerza, sus lenguas se derritieron y comenzaron a hablar con franqueza, para que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división y distanciamiento, nacieron la unidad y el entendimiento.
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