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2020.12.02 Padre Gregory Chisholm Peru 2020.12.02 Padre Gregory Chisholm Peru 

Testimonio del Padre Gregory Chisholm

El Padre Gregory Chisholm – misionero canadiense que ahora trabaja en Pucallpa, en la Amazonía peruana – y cuya versión es seguramente, la de un testigo presencial, narra meditativamente la pasión y la muerte de Jean, Dorothy, Ita y Maura, sus sufrimientos y su muerte con la esperanza de participar en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Por el Cardenal Michael Czerny, S.J.

El 27 de noviembre de 1980, 8 meses después del martirio de San Óscar Romero, cinco altos dirigentes del Frente Democrático Revolucionario fueron secuestrados y asesinados por un escuadrón de la muerte. Una delegación de la Iglesia ecuménica, compuesta por 5 personas de nacionalidad canadiense y estadounidense, viajó al país para asistir a su funeral, y yo (el P. Greg Chisholm) era uno de ellos. Llegamos a última hora de la tarde, del martes 2 de diciembre, al nuevo aeropuerto que se encontraba a las afueras de la capital y que se había inaugurado unos diez meses antes.

Al pasar por los controles de inmigración y aduaneros, pudimos constatar que reinaba una fuerte tensión y nerviosismo, que habían culminado en la detención de varias personas y que a algunos periodistas internacionales se les habían confiscado sus equipamientos.

En la terminal principal del aeropuerto nos encontramos con la hermana Dorothy Kazel, una religiosa ursulina, y Jean Donavan, una misionera laica de Cleveland, ambas ciudadanas de los EE.UU. Nos recibieron con gran amabilidad, pero se veía que estaban muy nerviosas, aguardaban la llegada (con retraso) de sus buenas amigas y compatriotas estadounidenses, las hermanas Ita Ford y Maura Clarke, religiosas de la Orden de Maryknoll, que regresaban de un breve viaje a Managua. Nos despedimos de ellas, esperando volver a verlas al día siguiente. Cuando salimos del aeropuerto, nos dirigimos al minibús que la oficina del arzobispo había enviado para recibirnos y comentamos que nuestro vehículo era idéntico, en todos sus detalles, al de las religiosas que esperaban poder salir del aeropuerto una hora después.

Circulábamos por la amplia y nueva carretera, que sin embargo estaba mal iluminada y poco transitada a esa hora. Al cabo de unos diez minutos, en un tramo especialmente oscuro, varios miembros de las fuerzas de seguridad nacional, armados hasta los dientes, salieron repentinamente de una profunda trinchera que se encontraba a un lado de la carretera. Detuvieron nuestro vehículo, lo rodearon y exigieron, con un tono agresivo, que les mostráramos nuestros documentos. El conductor del vehículo, el secretario del obispo Rivera y Damas, administrador diocesano interino, les pidió explicaciones acerca de esta inusual intervención. Les informó de que éramos canadienses, por lo que algo incrédulos, los militares nos preguntaron directamente si éramos ciudadanos estadounidenses y exigieron ver nuestros pasaportes. Cuando logramos convencerles de que éramos canadienses, nos dejaron pasar, si bien con ciertas reticencias.

Poco después, en este mismo lugar, las mismas fuerzas de seguridad detuvieron a un vehículo idéntico, al que obviamente habían estado vigilando. Al encontrar a las cuatro misioneras estadounidenses a bordo del vehículo, las golpearon, violaron, dispararon a corta distancia, pues hallaron los cuerpos con una bala en la cabeza, y las enterraron en una fosa poco profunda.

Al día siguiente, el 3 de diciembre, tras el funeral de los líderes del FDR, que se había celebrado en un ambiente muy tenso y estuvo acompañado de amenazas de violencia en la plaza central, supimos de la desaparición de las cuatro mujeres y de su posible fallecimiento. Llamamos a la Embajada de los EE.UU. para pedir ayuda y, a la mañana siguiente, el Embajador Robert White nos acompañó al aeropuerto.

De camino al aeropuerto, a un lado de la carretera, nos encontramos con el minibús de las hermanas, abandonado y calcinado, y nos fijamos en todos los detalles de la horrible escena. Al llegar al aeropuerto, el Embajador White recibió la noticia del hallazgo de los cuerpos de las religiosas en una fosa poco profunda. Se derrumbó y rompió a llorar con gran dolor ya que conocía bastante bien a las religiosas. Luego fue a recuperar los cuerpos...

Lejos de allí, en Washington, un nuevo gobierno, el de Ronald Reagan, había sido elegido un mes antes, pero aún no había tomado posesión. El mismo día en el que se encontraron los cuerpos de las misioneras, Alexander Haig, recientemente nombrado como el próximo Secretario de Estado, hizo la descarada y totalmente infundada insinuación de que, tal vez, las religiosas “no se habían detenido en un puesto de control, por lo que habían fallecido en un tiroteo”. Sin embargo, en el minivan, completamente calcinado, no aparecían signos de agujeros de bala.

Con el mismo estilo arrogante, Jean Kirkpatrick, recientemente nominada por Reagan como embajadora de los EE.UU. en las Naciones Unidas, pocos días antes de la muerte de las religiosas, declaró públicamente que la política de derechos humanos adoptada bajo el mandato de Jimmy Carter “... sería arrojada a la basura bajo la administración de Reagan”. ¡Poco después declaró que las misioneras asesinadas en El Salvador eran “¡más activistas políticas que religiosas!”.

Hasta aquí, el relato del P. Greg Chisholm, por quien damos gracias a Dios.

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02 diciembre 2020, 18:30