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Cristo Rey del Universo

Cristo Rey del Universo

En el año 325, se celebró el primer concilio ecuménico en la ciudad de Nicea, en Asia Menor. En esta ocasión, se definió la divinidad de Cristo contra las herejías de Arrio: "Cristo es Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero". 1600 años después, en 1925, Pío XI proclamó que el mejor modo de que la sociedad civil obtenga “justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia” es que los hombres reconozcan, pública y privadamente, la realeza de Cristo. “Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe -escribió-mucha más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio (…) e instruyen a todos los fieles (…) cada año y perpetuamente; (…) penetran no solo en la mente, sino también en el corazón, en el hombre entero”. (Encíclica Quas primas, 11 de diciembre de 1925). La fecha original de la fiesta era el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos; pero con la reforma de 1969, se trasladó al último domingo del Año Litúrgico, para subrayar que Jesucristo, el Rey, es la meta de nuestra peregrinación terrenal. Los textos bíblicos cambian en los tres ciclos litúrgicos, lo que nos permite captar plenamente la figura de Jesús.

Del Evangelio según San Mateo

«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y Él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras, y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver".

Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?".

Y el Rey les responderá: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo".

Luego dirá a los de su izquierda: "Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; era forastero, y no me acogieron; desnudo, y no me vistieron; enfermo y preso, y no me visitaron".

Estos, a su vez, le preguntarán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?". Y Él les responderá: "Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo".

Estos irán al castigo eterno, y los justos a la Vida eterna» (Mt 25,31-46).

Última etapa

En este último domingo del año litúrgico, celebramos la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Como el año litúrgico representa el camino de nuestra vida, esta experiencia nos recuerda -es más, nos enseña- que nos dirigimos hacia el encuentro con Jesús, el Esposo, que vendrá como Rey y Señor de la vida y de la historia. Estamos hablando de su segunda venida. En la primera, vino en la humildad de un Niño acostado en un pesebre (Lc 2,7); en la segunda, regresará en la gloria, al final de la historia. Esta es la venida que hoy celebramos litúrgicamente.

Pero hay también una venida intermedia, la que vivimos hoy, en la que Jesús se nos presenta en la Gracia de sus Sacramentos y en el rostro de cada "pequeño" del Evangelio. Es el tiempo en el que se nos invita a reconocer a Jesús en el rostro de nuestros hermanos, el tiempo en que se nos invita a utilizar los talentos que hemos recibido, a asumir nuestras responsabilidades cada día. Y a lo largo de este camino, la liturgia se nos ofrece como escuela de vida para educarnos a reconocer al Señor presente en nuestra vida cotidiana y para prepararnos a su venida final.

Coordenadas de la vida

"Vengan, benditos de mi Padre... Aléjense de mí, malditos; vayan al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles". La bendición y la maldición no son decisiones, un "ajuste de cuentas" por parte del Rey, que solamente revela lo que cada uno ha sido y ha hecho, cuánto se ha ocupado del hermano (cf. Gn 4; Lc 16,19.31)

Al principio del Evangelio, en el cap. 1,23, el evangelista Mateo escribe: "La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel", que traducido significa: «Dios con nosotros»"; y al final del Evangelio: "Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). En este marco, por tanto, debe leerse y entenderse el juicio universal que la liturgia nos hace contemplar hoy. Jesús, el Emmanuel, el Dios con nosotros, está realmente "con nosotros" hasta el fin del mundo. Él está. Pero, ¿dónde está? ¿Cómo podemos reconocerlo presente y activo en nuestras vidas? Para encontrarlo es necesario seguir las huellas de Jesús, cultivar sus sentimientos, que a menudo no son los nuestros. Cómo no recordar cuando Jesús confió a sus discípulos que le esperaba la muerte en la cruz, y Pedro le reprendió; entonces Jesús le apartó diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,22; cfr. Is 55,8). Debemos recordar siempre que estamos en el mundo, pero no somos del mundo (cfr. Jn 17,14). Y precisamente porque es tan fácil dejarse desviar del buen camino (cfr. Gál 5,7: "Corríais tan bien, ¿quién os ha cortado el paso?"), es importante mantener la mirada fija en Jesús para no perder el rumbo (cfr. Hb 12,2). Él está presente. Por tanto, nuestra vida no está dirigida por el caos, sino por una Presencia que es Vida y que nos ha mostrado el Camino.

Una fiesta que revela el camino

El año litúrgico es el símbolo del camino de nuestra vida: tiene su principio y tiene su final en el encuentro con Jesús, Rey y Señor, en el Reino de los Cielos, cuando entraremos en él por la puerta estrecha de la "hermana muerte" (San Francisco). Pues bien, al comienzo del año litúrgico, el primer domingo de Adviento, se nos mostró de antemano la meta hacia la que dirigimos nuestros pasos.  Es como si, de cara a un examen, nos hubieran dado, un año antes, las respuestas a las preguntas; esto habría sido un examen amañado. En la liturgia, en cambio, es un don de Jesús, el Maestro, porque nos permite saber qué camino tomar (Jesús, Camino), qué pensamiento seguir (Jesús, Verdad), qué esperanza dejar que nos anime (Jesús, Vida, cfr. Jn 14,6).

Todo se juega en el amor

Lo que nos llama la atención hoy de los textos que hemos escuchado es que el examen último se refiere al amor, a lo concreto de la vida, empezando por los gestos más sencillos, más ordinarios: tuve hambre, tuve sed... No se trata de gestos heroicos, ni de gestos ajenos a la vida cotidiana o de gestos llamativos. Lo hermoso que se desprende del Evangelio es que Jesús no sólo es el Dios con nosotros hasta el fin del mundo, sino que viene a ser el Dios en nosotros, empezando por los más pequeños: llega a identificarse con los necesitados, con cada pequeño del Evangelio, con cada perseguido (cfr. Hch 9,4: "Saulo, ¿por qué me persigues?"). Cada gesto de amor, por tanto, es un gesto hecho "con Jesús", porque ha sido hecho en su compañía; "como Jesús", porque se ha aprendido en el Evangelio; pero también "a Jesús", porque cada vez que se ha hecho un gesto de amor, se le ha hecho "a Él".

El amor en la vida cotidiana

Una cosa sorprende: en los seis gestos recordados por Jesús, no hay ningún gesto religioso o sagrado tal como lo entendemos nosotros. Todos parecen ser gestos "laicos", hechos en la calle, en la casa, donde sea, donde haya necesidad. En realidad, "no hay nada pro-fanum, que esté delante o fuera del templo, porque toda la realidad es el gran templo de Dios: nada es profano y todo es ‘sagrado’, porque todo está en función de Jesús" (L. Giussani). Este es el culto hermoso que se rinde a Dios, como se capta también en otro pasaje del Evangelio de Mateo: "Si, pues, presentas tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y ve primero a reconciliarte con tu hermano y vuelve luego a ofrecer tu ofrenda" (cfr. Mt 5,23-24; Miércoles de Ceniza: Is 58,9; Gal 2,12: “Este es el ayuno que quiero: liberar a los oprimidos..”). Al final, si el culto del altar no va precedido y acompañado del culto del amor al prójimo, vale muy poco.

24 noviembre

Del Evangelio según San Juan

“Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?». Pilato explicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho».

Jesús respondió: « Mi reino no es de este mundo.. Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí».

Pilato le dijo: «¿Entonces tú eres rey». Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz»”. (Jn 18, 33-38)

Última etapa

Hoy celebramos, en el último domingo del año litúrgico, la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Como el año litúrgico representa el camino de nuestra vida, esta experiencia nos recuerda -es más, nos enseña- que nos dirigimos hacia el encuentro con Jesús, el Esposo, que vendrá como Rey y Señor de la vida y de la historia.

Estamos hablando de su segunda venida. En la primera vino en la humildad de un Niño acostado en un pesebre (Lc 2,7); en la segunda regresará en la gloria, al final de la historia, una venida que hoy celebramos litúrgicamente. Pero hay también una venida intermedia, la que vivimos hoy, en la que Jesús se nos presenta en la Gracia de sus Sacramentos y en el rostro de cada "pequeño" del Evangelio. Es el tiempo en el que se nos invita a reconocer a Jesús en el rostro de nuestros hermanos, el tiempo en que se nos invita a utilizar los talentos que hemos recibido, a asumir nuestras responsabilidades cada día. Y a lo largo de este camino, la liturgia se nos ofrece como escuela de vida para educarnos a reconocer al Señor presente en nuestra vida cotidiana y para prepararnos a su venida final.

Una fiesta que revela el camino

El año litúrgico es el símbolo del camino de nuestra vida: tiene su principio y tiene su final en el encuentro con Jesús, Rey y Señor, en el Reino de los Cielos, cuando entraremos en él por la puerta estrecha de la "hermana muerte" (San Francisco). Pues bien, al comienzo del año litúrgico, el primer domingo de Adviento, se nos mostró de antemano la meta hacia la que dirigimos nuestros pasos.  Es como si, de cara a un examen, nos hubieran dado, un año antes, las respuestas a las preguntas; esto habría sido un examen amañado. En la liturgia, en cambio, es un don de Jesús, el Maestro, porque nos permite saber qué camino tomar (Jesús, Camino), qué pensamiento seguir (Jesús, Verdad), qué esperanza dejar que nos anime (Jesús, Vida, cfr. Jn 14,6).

La alegría de un sueño

En la primera lectura, tomada del libro del profeta Daniel (7,13-14), se habla de la visión del Hijo del Hombre, que al final ocupará el lugar de quienes a lo largo de la historia se han servido del pueblo en lugar de servirlo. En esta visión, queda claro que hay un final para aquellos que saquean al pueblo y lo explotan. Llegará el día en que un "Rey" justo y misericordioso tomará las riendas de la historia de los pueblos.

El Rey esperado

En este contexto de esperanza podemos leer el texto del Evangelio que nos presenta la liturgia, el diálogo entre Pilato y Jesús. Jesús se presenta como Rey, pero su Reino no es de aquí, de este mundo. De hecho, Jesús no trata de sobrevivir, no considera su vida superior a la misión que recibió del Padre: simplemente Él es Rey y vino al mundo -dice el texto- para mostrar su realeza, que consiste en dar testimonio del Padre. Una vida al servicio del Padre, Verdad de la vida.

La realeza y la verdad

La verdad, que tanto fascina a Pilato -pero no hasta el punto de detener la ejecución-, exige adhesión: "Quien es de la verdad escucha mi voz". Y aquí se detiene Pilato, incapaz de abrazar la verdad porque está manipulado por los deseos de la multitud, a la que debe pagar un precio político. En esta elección suya, Pilato muestra lo que realmente es y por lo que realmente se deja guiar, mientras que Jesús manifiesta hasta el final a Quién pertenece y a Quién sirve, tanto que puede decir: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6).

Verdades y mentiras

La solemnidad de hoy nos ofrece a cada uno de nosotros la oportunidad de comprender a quién servimos realmente. Al final de este año litúrgico es importante comprender hacia quién o hacia qué va nuestro corazón, porque donde esté nuestro tesoro, allí estará también nuestro corazón (Lc 12,34). Esta es una pregunta que puede ayudarnos a poner orden en nuestra vida y en nuestros afectos, para que no vayamos donde va nuestro corazón, sino que llevemos nuestro corazón a donde realmente debe ir. Pero para ello hemos de  aceptar que Jesús es nuestro Rey, el único que sirve con verdad la verdad de nuestra vida.

Del Evangelio según San Lucas

“El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!».

También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!».

Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».

Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino».

Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 35-43).

Última etapa

Hoy celebramos, en el último domingo del año litúrgico, la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Como el año litúrgico representa el camino de nuestra vida, esta experiencia nos recuerda -es más, nos enseña- que nos dirigimos hacia el encuentro con Jesús, el Esposo, que vendrá como Rey y Señor de la vida y de la historia. Estamos hablando de su segunda venida. En la primera vino en la humildad de un Niño acostado en un pesebre (Lc 2,7); en la segunda regresará en la gloria, al final de la historia, una venida que hoy celebramos litúrgicamente.

Pero hay también una venida intermedia, la que vivimos hoy, en la que Jesús se nos presenta en la Gracia de sus Sacramentos y en el rostro de cada "pequeño" del Evangelio. Es el tiempo en el que se nos invita a reconocer a Jesús en el rostro de nuestros hermanos, el tiempo en que se nos invita a utilizar los talentos que hemos recibido, a asumir nuestras responsabilidades cada día. Y a lo largo de este camino, la liturgia se nos ofrece como escuela de vida para educarnos a reconocer al Señor presente en nuestra vida cotidiana y para prepararnos a su venida final.

Una fiesta que revela el camino

El año litúrgico es el símbolo del camino de nuestra vida: tiene su principio y tiene su final en el encuentro con Jesús, Rey y Señor, en el Reino de los Cielos, cuando entraremos en él por la puerta estrecha de la "hermana muerte" (San Francisco). Pues bien, al comienzo del año litúrgico, el primer domingo de Adviento, se nos mostró de antemano la meta hacia la que dirigimos nuestros pasos.  Es como si, de cara a un examen, nos hubieran dado, un año antes, las respuestas a las preguntas; esto habría sido un examen amañado. En la liturgia, en cambio, es un don de Jesús, el Maestro, porque nos permite saber qué camino tomar (Jesús, Camino), qué pensamiento seguir (Jesús, Verdad), qué esperanza dejar que nos anime (Jesús, Vida, cfr. Jn 14,6).

Un rey en la cruz

El texto del Evangelio nos presenta al Rey en la cruz, entre dos ladrones. Si recordamos la entrada de Jesús en Jerusalén, en medio de cantos y danzas (cfr. Lc 19,28-40), nos asombramos de cómo se presenta al final, en el "trono” de la cruz. E incluso aquí se encuentra con un ladrón que se burla de su condición de rey: "¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti y a nosotros".  El otro, en cambio, dirá: "Acuérdate de mí cuando entres en tu Reino", reconociendo que Jesús es Rey. La fuerza de la realeza de Jesús está precisamente en lo que el buen ladrón ha captado: el amor. Un amor ilimitado, misericordioso, reflejo de aquella realeza con la que Jesús fue recibido en Jerusalén: "He aquí que viene a ti tu Rey. Es justo y victorioso, humilde, cabalga un asno" (Zac 9,9).

¿Él mismo o los demás?

Jesús no se pone a sí mismo en primer lugar, como exigían sus acusadores («Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!», v. 35); los soldados («Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!», v. 37); y el primer ladrón («¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros», v. 39).

Jesús no vino para ser servido, sino para servir; no vino para usar su poder, sino para donarse completamente por los demás. Para salvarlos. Ésta es la realeza de Jesús, y por eso no es comprendida. Es la realeza del amor, del perdón, del servicio, que Jesús ha traído y que, gracias a la Cruz, ha vencido.

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